La tristeza de los elefantes


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Yo estuve casada con un tipo estupendo. Era, además, futbolista y aunque de esto hace ya veinte años recuerdo perfectamente la geografía de sus manos. Le decía que tenía la misma piel que un elefante. Y él lo tomaba como lo que era: un cumplido por mi parte.

Años más tarde, cuando viajara a India por primera vez (porque vinieron otras después), en aquel viaje «bastante planificado» de un mes recorriendo Rajasthan, esperaba con impaciencia llegar al Fuerte Amber, en Jaipur para ver los elefantes.

El fuerte está en lo alto de una colina y entre la pendiente y el duro sol, la mayoría de los visitantes no hacen el recorrido a pie, sino a lomos de elefante.

Sin embargo… Dos cosas me rompieron por la mitad nada más llegar.

La primera fue ver a lo lejos un niño pequeño atado por un tobillo. Como si de un cachorro de elefante se tratara… Quise suponer que su madre, padre ¡a saber quién! Lo había dejado así solo por un momento mientras iba rápidamente a hacer cualquier cosa, pero no podía despegar mis ojos de él.

Después, los elefantes ¡qué tristeza había en la mirada de aquellos animales inmensos…!

La presión social ha obligado a que las condiciones de vida de los elefantes cambien. Ya no pueden trabajar más de 2 horas diarias, un máximo de 5 subidas y bajadas y cargando 3 personas. También, los mahouts pueden golpearles con un palo, pero ya no con los ankus (una especie de arpón con el que les pinchaban en la cabeza cuando osan desobedecer).

Con todas mis dudas de que estas prácticas se estén cumpliendo (que ojalá, ojalá sí), pero para cuando tomé estas fotografías, en absoluto era así. Trabajaban de sol a sol y los turistas regateaban sin piedad las mejores opciones: transportar 4, 5 personas y sus ojos, ¡ay, sus ojos…! Dicen todo lo que los turistas no quieren ver.

Desistí de subir en elefante, sí me fotografié sobre uno de los que están parados arriba y pude acariciar un rato aquella maravillosa piel cosida a cicatrices.

Bajé también a pie la colina y con el estómago encogido comprobé que un niño pequeño seguía atado en medio del desierto.

-Seguramente -pensé- el hijo de algún mahout.

 


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Acerca de Pilar Ruiz Costa

Me dedico a la Comunicación y a los eventos desde hace muchos, muchos años. Contadora de historias con todas las herramientas que la tecnología pone a mi alcance.

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