En mi primer viaje a India llevé la mochila llena de viejos cuentos de mis hijos.
Ellos me decían: «Pero no los van a entender, están en castellano, están en catalán…»
Y yo les contestaba: «Cariños míos ¡no saben leer! Pero creedme, todo lo que tienen que entender de cada historia, lo entenderán.»
Y yo, regalaba cuentos a los niños infinitos que me encontraba pidiendo en las calles de toda aquella ruta por Rajasthan. Algunos mendigos eran obvios: abandonados, sucios, agarrándose de tu ropa con un cuenco metálico vacío para mostrarte la obviedad de que no tenían nada que comer.
Sin embargo, en lugar de una moneda, me ponía en cuclillas para mirarles a los ojos, les sacaba un cuento y se lo leía, en el idioma que fuera. A veces les señalaba y señalaba al cuento asignándoles personajes y se morían de risa. Cuando acababa y se lo entregaba, la emoción era mucha ¡mucha!
Y os juro que es muy duro marcharse sin mirar atrás, pero dar una moneda lejos de salvarles del hambre, la sed o el frío, contribuye a mantenerlos esclavos en la calle.
Otros esclavos eran menos obvios, como este precioso y muy pequeño niño de la foto que baila torpemente, como un mono en una feria (pobres monos, pobres niños) para divertimento de los turistas que se acercan, sonríen con ternura, le lanzan una moneda y se alejan con la satisfacción de una buena obra sin ser conscientes de que acaban de perpetuar que se quede allí, de sol a sol, 7 días a la semana hasta que no sea tan «mono», que será un niño del cuenco más.
Lo vi llorar de cansancio y lo regañaban duramente. Le pedí permiso al hombre (fuera quien fuera) para regalarle un cuento. Se lo leí. Le señalé que él era ese otro niño que vive otra vida en las páginas de un libro y entre lágrimas, se echó a reír.
Volved a mirar la foto. Sigue siendo un esclavo, pero el hombre le va pasando las páginas de un cuento.
Y yo, mientras, me he ido dejándole también atrás y es muy duro, muy duro.