A veces suena el teléfono y eres tú.
Lo sé precisamente porque no dices nada (a que mala hora te acostumbré a tejer en palabras los nudos que se te forman por dentro). No dices nada así que soy yo la de preguntar cómo estás.
Tras un rato también contesto que bien, que los dos estamos bien.
Te digo que lo sé, que lo sé, que no querías que nada de esto pasara.
Sigues callado…
Te digo que lo sé, que tú me querías a mí, pero creías que me habías perdido. Entonces apareció ella y tú… Y ahí ya, supiste que me habías perdido.
Ahora sí te oigo llorar al otro lado del teléfono.
Espero…
Te digo que no pasa nada, que está bien quererme ¡que quererme es un montón de cosas buenas…! Pero que algo viste en ella. Algo también bueno… Que sigas hasta que, otra vez, lo encuentres, pero que por favor, los niños no te vean romperle el corazón a nadie más.
Sigues llorando…
Sigues llorando así que soy yo la de decirte que todo saldrá bien, que voy a colgar y que adiós. Porque (esta parte nunca te la digo), aún me mata oírte llorar…