He tenido a Pi estos días (oootra vez) por casa. Ya sabéis: aceptamos crisis como animal de compañía o como excusa para cruzar el charco, pero de allá para acá, que así vamos a ver teatros y conciertos.
Ya la última noche, después de haberse visto rápidamente identificada en el personaje de una pirada de la obra de teatro de turno, me dice de ir a tomar algo. ¡Con el sí tan fácil que tengo! Y así, en nada, nos tele transportábamos del Pequeño Gran Vía al Aió a tomar unos vinos con tan buena suerte que la música era una maravilla ¡boleros! Y cantamos con avaricia recordando viejos, muy muy viejos tiempos.
La cuestión es que, entre sorbos, Pi me comentaba que esta foto le encanta. «Que no estoy guapa, que parezco una loca» -y aún así, la quiero a la condenada-, pero que «le encanta». Y me preguntaba para qué me la hicieron.
Le contaba que fue una sesión de estudio para un casting. Todo el resto de fotos son muy dulces ¡lo juro! Pero en esta parezco una pirada, el león de la Metro, me consta.
Le decía que tal amigo de una productora me llamó porque quería presentarme a un casting. Así, ni por favor ni nada. Que a tal hora allí (y no eran horas de decir patata ni whisky ni nada de nada, lo juro). Aún así, mis ojeras y yo pasamos el casting que fuera y esta sesión derivó en otra en la que junto a un tipo, vestidos de blanco y saltando por la playa, fingíamos amor; a ratos solos, otros con nuestro falsos par de hijos, como emblema de familia feliz para el feliz catálogo de una archi conocida marca de hoteles.
-Soy una vendida, no sabes la de cosas extrañas que he llegado a hacer por dinero.
Concluía yo.
-Pues sales fatal, pero me gustas.
Remataba ella, y brindábamos porque no debería de quererla y sin embargo, la quiero, y porque aún nos quedan por lo menos, por lo menos, tropocientas cosas por contarnos, y aún muchas más… por VIVIR.