Soy la moribunda de arriba del banco, la que tiene encima a su hija moribunda. Pobrecita… Bastante tenía ella con ese color de piel translúcido (porque es pelirroja aunque tenga mi pelo) y tener que ir defendiéndola constantemente de los soles tropicales. En este caso: Cuba.
Por eso ella no lucía bikini como el resto de jovencitas de su especie, sino siempre camiseta (mía, para que le hiciera de vestido) y gorra y eso cubriendo una espesa capa de crema que la cubría a ella. Aún así, la de veces que hemos acabado en urgencias… Pero esa es otra historia.
Aquí medio morimos de las náuseas provocadas por una mar traicionera, que nos cambió de golpe un domingo que salimos a pescar langostas.
Actividad, por supuesto prohibida, pero «no tanto». Ya sabéis… ¡La vida de los extranjeros es así! Y ya se encarga el karma de vengar a las langostas con marejadas y tormentas. Y muy bien que hace…
Los machos de nuestra especie se lanzaban al agua una y otra vez y cada vez volvían con una o más langostas y el único requisito legal era que debía hacerse solo utilizando las manos.
Y así era, hasta que apareció el karma nuevamente, ahora en forma de tintorera y dijeron: «Ya no más».
Mientras, el capitán del barco nos preparaba una delicatessen de marineros: caguama, que es una tortuga de mar que, de no haberlo comentado a los postres (dícese ron cubano), habríamos dado por supuesto que era ternera.
Así, nos devolvieron a tierra casi sanos y salvos y con las neveras repletas de langostas de las que comimos prácticamente a diario durante largo tiempo, como el manjar que eran y más a sabiendas de que íbamos a tardar mucho, mucho, mucho en querer repetir la salida.