
El fotomatón tenía ese algo especial. Era un juego. Sabía a domingo, como las palomitas. No me refiero a esas fotos insulsas que te hacías con fondo blanco, frente despejada, sin gafas ni sombrero, ojos abiertos y sin mostrar los dientes, de mala gana porque habías perdido el carnet, sino a esas de: «¡Deprisa, deprisa, otra cara distinta!» Y, cuántos más fuéramos, mejor.