Mi padre murió en el 2015. Me corté el pelo y desmonté la vida que provisionalmente (pero durante 3 años) había montado en Ibiza para estar cerca el último tiempo que le quedara. Se lo debía: a mi madre, a mis hermanos, a la propia Ibiza.
Y sin embargo, que nadie se equivoque, no nos llevábamos bien… De hecho, no nos llevábamos en modo alguno, pero es que él era un personaje curioso y yo no fui ni remotamente parecida a la hija que hubiera querido tener.
Todo él era un misterio. De dónde venía, qué había dejado atrás, qué vida tenía antes de aterrizar de la nada en Ibiza sin conocer a nadie y plantarse en solo 4 años casado y con 4 hijos (en la foto estamos Víctor, Pablo y yo, pero aún falta por llegar el benjamín de la familia, Lolo).
Sordo, hijo de sorda, huérfano de padre… Una sola vez fuimos mi hermano Víctor y yo a Murcia a conocer a aquella enorme familia dejada atrás. Tenía yo 3 años y nunca más volvimos.
Le gustaban las películas en blanco y negro: El Gordo y El Flaco, Cantinflas, Harold Lloyd y las películas del oeste, y así se pasaba horas, horas, sin querer que ninguno le molestara. Yo menos que nadie y me espantaba con un sopapo sin titubear.
También le gustaba la vuelta ciclista. Y los toros. Y Peret. Y Manolo Escobar. Y esos trajes de torero y flamenca los compró incluso antes de que naciéramos y repetía una y otra vez que él siempre soñó con tener un hijo torero o un bailaor. Pero a mí me horrorizaba aquella tortura (por aquel entonces bien vista) y no entendía el dolor que también transmitían los cantaores.
Nunca jamás tuvo algo parecido a una conversación conmigo. Nunca jamás. Nunca me hizo una sola pregunta sobre… cualquier cosa y a las mías contestaba con un «quita, quita» y un manotazo o gritando a mi madre para que me quitara de en medio.